mauro jofré
El paisaje, casi siempre intenso y vibrante, en pocas ocasiones aparece autónomo y casi siempre es el fondo o una superficie tramada por energías que sirven de marco a la figura humana o se proyectan desde ellas.
miércoles, mayo 02, 2018
domingo, noviembre 30, 2014
UNA VELADA CRUDEZA, GUILLERMO MACHUCA
UNA
VELADA CRUDEZA
1)
La pintura de
Mauro Jofré coincide – desde el punto de vista antropológico y formal con su
apariencia. Y hay que decir que dicha coincidencia excluye toda sospecha de
ligereza o impostura. Es sólo cosa de interrogar su pintura: cada pincelada,
cada imagen presente en su obra exhibe un grado de coherencia acorde con los
limites temáticos y formales impuestos por su propia concepción de la actividad
pictórica. Estos límites reproducen un “modo de vida”; evocan, por así decirlo,
ciertas resonancias de naturaleza romántica o existencial; hacen de las
experiencias un modelo de resistencia, al margen de la hegemonía
tecno-mediática que distingue el imaginario visual de fin de siglo.
2)
La pintura de
Mauro Jofré se rige por el principio de la honestidad. No existe otra forma de
afrontar la proclamada crisis del genero (extendible al arte en general). La
sentencia hegeliana respecto a “la muerte del arte” omite la persistencia de
ciertos actos gratuitos. Frente a la crisis del sentido (el arte es un hecho
fáctico y como tal ya no puede ofrecer la coartada de la trascendencia), el
artista –el pintor en este caso- sólo puede ofrecer su temple, es decir, su
vocación.
3)
La vocación
pictórica de Mauro Jofré supone una fidelidad respecto de aquellas zonas retraídas
por la experiencia. Su modelo antropológico y social lo constituye el barrio;
su “modus operandi”, el recorrido callejero. Dicho modelo, dicha actitud obliga
a una mirada pausada, forjada a partir de una serie de estímulos provenientes
de una topología sustraída a la vertiginosa modernización urbanística y social. De ahí que su pintura
evite la limpieza, el refinamiento, o la simple ocultación de la escara
depositada en los muros y en los interiores que limitan su imaginario
vulcano-barrial.
4)
La pintura de
Mauro Jofré reproduce un tiempo y un espacio histórico especifico de la ciudad.
Y también de la práctica artística. Se podría hablar aquí de una necesaria
marginalidad. La calle, el negocio de la esquina, el taller de vulcanización y
la letanía de ciertas atmósferas borrachas so coincidentes con la existencia de
un tipo de pintor, en apariencia en desuso.
5)
La pintura de
Mauro Jofré recuerda – por encima de cualquier consideración histórica –
ciertos gestos provenientes de la llamada
“Generación del Centenario”. La analogía es valida, sobre todo si se
atiende a la veracidad y a la expresión de su lenguaje plástico. Una mezcla de
verismo y expresividad, no calza desde una perspectiva existencial – con la
idea de cálculo o programa. Es una incertidumbre (otros hablarán de aventura)
que evita las soluciones garantidas, calculadas, los efectos emblemáticos, cada
vez más cosificados, que caracteriza el repertorio formal del arte más
reciente. Esta concepción de la práctica artística exige no sólo un grado importante
de honestidad; exige también, un compromiso de carácter afectivo o existencial
contradictorio con los sobreañadidos retóricos de la vanguardia así como las
soluciones esteticistas de cierta academia.
6)
La pintura de
Mauro Jofré exhibe una velada crudeza; en esto su obra no guarda una filiación
muy precisa con aquellas tendencias o expresiones más “taquilleras” que
comparecen en la actual escena santiaguina. En este sentido, su pintura no
parece reproducir aquellas operaciones susceptibles de fomentar, de manera
oportunista, la emergencia de determinado discurso. La aspereza, desde el punto
de vista político desafía las articulaciones que arman los discursos; a lo más
podría remitir las figuras del arrebato,
la barbarie, la inocencia, la irresponsabilidad. Pero la inconciencia depende
del contexto, la inocencia de los discursos militantes, el arrebato de las
censuras ideológicas. Sin embargo, no se podría sancionar una pintura que no
pretende erigirse en defensora de los desvalorizados derechos de la
subjetividad (en el sentido catártico del término)
7)
La pintura de
Mauro Jofré acusa una orfandad respecto a las filiaciones que determinan las
opciones temáticas y formales del arte “joven” de la presente década. Es una
exclusión que depende de las preferencias y motivaciones connaturales al
ejercicio crítico. Y hay que decir que la crítica de arte en Chile (por lo
menos las voces más afines a la vanguardia) ha tendido a privilegiar, de
manera políticamente justificada, una
lectura centrada en el “imperativo de la lucidez”. Una persecución terrorista
sólo es comprensible en un estado terrorista. La tiranía supone el silencio o
el discurso de la dislocación. La democracia exige, por el contrario, una voz
lo suficientemente fuerte como para paliar el desmantelamiento de los espacios
consagrados a la disidencia. “Hacerse oir” pasa, en la actualidad, por los
circuitos promocionales, informativos, comunicacionales (siempre que se tenga
algo que decir, osea, algo que vender). En este sentido, la voz de Mauro Jofré
es demasiado tenue, humilde incluso. La precariedad nunca es enfática, evita la
cosificación (a pesar de tratarse aquí de una serie de objetos pictóricos).
8)
La soledad
existencial presente en la obra de Mauro Jofré es inconfundible con cualquier
estrategia de vaciamiento. El mentado vaciamiento del arte moderno (aclamado
como una conquista positiva respecto a la tradición simbólico-religiosa del
arte) se asemeja, de manera sospechosa, con los rasgos desublimatorios que
caracteriza la lógica implacable del mercado. El arte que se vende es, a lo
sumo, una suerte de parodia, que testimonia – por lo mismo – su carencia de
espesor, de necesidad. Lo que se comercia son los gestos espectaculares,
grandilocuentes, o los efectos cosméticos, a veces leves, a veces intensos (del
conceptualismo, del expresionismo, etc.).
9)
La pintura de
Mauro Jofré adolece de grandilocuencia y de vacuidad. Nada de retórica; nada de
vaciada economía; una polvorienta melancolía envuelve su entorno, su espacio de
vida. Su pintura es, a la larga, una suma de gestos rotos.
Guillermo
Machuca
TRANQUILO GUARDIAN DEL TEMPLO, JOSÉ ZALAQUETT
A comienzos de los años ochenta, las voces
mas impostadas de la escena de arte nacional proclamaban la muerte de la
pintura. El futuro pertenecería a las
instalaciones, el video, las acciones de arte, los objetos, el arte corporal y
esa zona de límites difusos que se suele designar como arte conceptual.
Se repetía así un viejo ritual edípico.
Cada vez que surge una nueva modalidad de arte, sus cultores y la crítica que
pulula en torno a ellos no se contentan co ocupar su nicho entre tantas otras
manifestaciones. En cambio, insisten en afirmar su propia valía sobre la base
de matar (o por lo menos declarar que se ha muerto) todo lo que los precede.
En Chile, la reacción en contra de la
“pintura – pintura”, fue un eco tardío de una moda que tomó cuerpo en los
centros internacionales del arte, a partir de fines de los sesenta. Diez años
más tarde, la pintura hizo un regreso triunfal, en el extranjero y en Chile,
demostrando que “los muertos que vos matasteis gozan de buena salud”.
Pero no se entienda que niego el valor de
las nuevas dimensiones de las artes visuales. Ello sería tan absurdo y
dogmático como la actitud de los que desdeñaban la pintura como tal. De hecho,
el regreso de la pintura a su sitial, en los años ochenta, no acabó tampoco con
las nuevas manifestaciones, las que han ido asentándose cada vez más. Se trata,
más bien, de reconocer que la creación visual de calidad se puede verter a
través de diferentes canales; que hay espacio para mucho de ellos; y que
pretender que uno es un artista genuino sólo por que escogió transitar por el
canal de moda, es tan absurdo como suponer que abrazar una determinada etiqueta
ideológica nos evita para siempre el esfuerzo de pensar y de convencer.
En las últimas dos décadas, artistas
chilenos que se expresan a través de alguna de las nuevas manifestaciones de
las artes visuales han alcanzado magníficos logros. Baste mencionar a Juan
Dávila, Eugenio Dittborn, Alfredo Jaar o Lotty Rosenfeld, entre otros. Pero también
se da con abundancia, especialmente en ciertos círculos académicos de arte, la
creencia de que si no se hace arte de acuerdo a ciertos modelos, se está al
margen de la razón histórica o de la razón estética.
Quien trajo de vuelta el auge de la
pintura, en el Chile de mediado de los ochenta, fue un grupo de pintores
jóvenes, la mayor parte de ella amigos entre sí, que compartían recintos
precarios a guisa de taller colectivo. No los movía un afán teórico de
reivindicar la pintura como respuesta a las artes visuales en boga. Simplemente
sabían que lo suyo era poner pigmento (acrílico, casi siempre, o incluso latex;
y óleo, si se conseguía por un golpe de suerte) sobre papel y, más tarde,
cuando se lo podían permitir, sobre tela. El gozo o el imperativo de pintar no
necesitaban de explicaciones ni
justificaciones. Eran tan simples y evidentes como comerse una manzana o
tomarse una cerveza.
Se ha solido acomodar a estos pintores
dentro del término amplio de neo-expresionismo, a falta de mejor expresión que
dé cuenta de la variedad de sus soluciones figurativas. Algunos de ellos habían
viajado al extranjero; otros conocían el trabajo de los principales artistas
contemporáneos solo a través de las revistas de arte. Sus héroes
contemporáneos, cuando los tenían, incluían al Philip Guston tardío; a
Schnabel, Salle y Basquiat (aún cuando el paso del tiempo ha ido devaluando la
importancia de estos tres últimos, no es fácil olvidar la fuerza de revelación
que parecieron tener en su tiempo e los artistas chilenos); a los pintores de
la llamada transvanguardia italiana y a los neo-expresionistas alemanes.
La lista de estos pintores chilenos es
larga y toda enumeración, inevitablemente incompleta. Recuerdo como los fui
conociendo, uno a uno, a partir de mediado de los ochenta: primero Bororo, Samy
Benmayor, Omar Gatica, Matias Pinto d’Aguiar; poco después, Pablo Domíguez,
Carlos Araya (Carlanga), Mauro Jofré, Milton Lu, Miguel Hiza; más tarde conocí
a Matilde Huidobro, Fernando Allende, Nathalie Regard; y recientemente, a
Marcelo Sánchez y Hugo Cárdenas (y en todo tiempo, circulando fuera y dentro de
todos ellos, distante a veces, única dentro de lo suyo, la genial,
inclasificable Pancha Nuñez).
Algunos de estos pintores se han ido
encumbrando en la estima de la crítica, han tenido exposiciones en el
extranjero y concitan el creciente interés de galerías y coleccionistas. Otros
han partido fuera de Chile por unos años o por tiempo indefinido. El itinerario
artístico de varios de ellos los ha llevado por nuevos derroteros. Pero en
todos (quiero creerlo) continúa una cierta lealtad con un espíritu común, a
veces negado u olvidado, otras veces ni siquiera advertido, pero que, pese a
todo, aunque para largo tiempo, permitirá a muchos de los nombrados decir
todavía, junto con Ettore Scola, “nos habíamos amado tanto”.
Si uno se pusiera a preguntar quiénes
representan más cabalmente dicho espíritu común, se encontraría con distintas
respuestas, pero sospecho que en cada lista figuraría el nombre de Mauro Jofré.
Conocí a Mauro por primera vez en 1987,
cuando acompañaba a la curadora de un museo holandés a visitar talleres de
artistas nacionales. El de Mauro era “La Brocha ”, un garage del barrio Bellavista, usado
como taller por José I. León y compartido además con Pablo Domínguez y
Carlanga. Sus pinturas eran un reflejo de su persona: de un expresionismo
comprometido, pero sereno, sin dobleces ni estridencias.
Más tarde, Mauro Jofré fue y vino, en el
curso de los años, por muchos domicilios-taller, exponiendo donde se presentaba
la oportunidad. Sin embargo, de una extraña manera, siempre me pareció el más
estable del grupo, el tranquilo guardián del templo, el amante fiel de la
pintura – pintura.
A través de los años he tenido la ocasión
de seguir la evolución de su pintura, siempre sólida y reconocible, como lo es
la producción de todo artista que tiene una básica coherencia consigo mismo.
Recuerdo en particular algunas de sus más notables creaciones: una vista de la
mina tajo abierto de Chuquicamata, una
marina con gigante mano de pintor, irrumpiendo desde un costado, una poderosa
vista oval de casas y tejados de pueblo, expuesta en la bienal de Valparaíso.
Todas ellas están ahora en colecciones privadas.
Esas obras figuran también en el museo
virtual de mis recuerdos (similar al museo virtual de otros amantes del arte),
que contiene selecciones de lo mejor del arte chileno contemporáneo. Un museo
que espero continuará expandiéndose, a medida que el trabajo de artistas como
Mauro Jofré siga rindiendo sus mejores frutos.
José
Zalaquett
1996
martes, octubre 28, 2008
+ pinturas
sábado, agosto 19, 2006
pinturas
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