domingo, noviembre 30, 2014

http://www.theclinic.cl/2013/12/17/la-ruta-trasnochada-la-fiesta-de-los-pintores-de-los-ochenta-en-el-bellas-artes/
















UNA VELADA CRUDEZA, GUILLERMO MACHUCA

UNA VELADA CRUDEZA



1)   La pintura de Mauro Jofré coincide – desde el punto de vista antropológico y formal con su apariencia. Y hay que decir que dicha coincidencia excluye toda sospecha de ligereza o impostura. Es sólo cosa de interrogar su pintura: cada pincelada, cada imagen presente en su obra exhibe un grado de coherencia acorde con los limites temáticos y formales impuestos por su propia concepción de la actividad pictórica. Estos límites reproducen un “modo de vida”; evocan, por así decirlo, ciertas resonancias de naturaleza romántica o existencial; hacen de las experiencias un modelo de resistencia, al margen de la hegemonía tecno-mediática que distingue el imaginario visual de fin de siglo.
2)   La pintura de Mauro Jofré se rige por el principio de la honestidad. No existe otra forma de afrontar la proclamada crisis del genero (extendible al arte en general). La sentencia hegeliana respecto a “la muerte del arte” omite la persistencia de ciertos actos gratuitos. Frente a la crisis del sentido (el arte es un hecho fáctico y como tal ya no puede ofrecer la coartada de la trascendencia), el artista –el pintor en este caso- sólo puede ofrecer su temple, es decir, su vocación.
3)   La vocación pictórica de Mauro Jofré supone una fidelidad respecto de aquellas zonas retraídas por la experiencia. Su modelo antropológico y social lo constituye el barrio; su “modus operandi”, el recorrido callejero. Dicho modelo, dicha actitud obliga a una mirada pausada, forjada a partir de una serie de estímulos provenientes de una topología sustraída a la vertiginosa modernización  urbanística y social. De ahí que su pintura evite la limpieza, el refinamiento, o la simple ocultación de la escara depositada en los muros y en los interiores que limitan su imaginario vulcano-barrial.
4)   La pintura de Mauro Jofré reproduce un tiempo y un espacio histórico especifico de la ciudad. Y también de la práctica artística. Se podría hablar aquí de una necesaria marginalidad. La calle, el negocio de la esquina, el taller de vulcanización y la letanía de ciertas atmósferas borrachas so coincidentes con la existencia de un tipo de pintor, en apariencia en desuso.
5)   La pintura de Mauro Jofré recuerda – por encima de cualquier consideración histórica – ciertos gestos provenientes de la llamada  “Generación del Centenario”. La analogía es valida, sobre todo si se atiende a la veracidad y a la expresión de su lenguaje plástico. Una mezcla de verismo y expresividad, no calza desde una perspectiva existencial – con la idea de cálculo o programa. Es una incertidumbre (otros hablarán de aventura) que evita las soluciones garantidas, calculadas, los efectos emblemáticos, cada vez más cosificados, que caracteriza el repertorio formal del arte más reciente. Esta concepción de la práctica artística exige no sólo un grado importante de honestidad; exige también, un compromiso de carácter afectivo o existencial contradictorio con los sobreañadidos retóricos de la vanguardia así como las soluciones esteticistas de cierta academia.
6)   La pintura de Mauro Jofré exhibe una velada crudeza; en esto su obra no guarda una filiación muy precisa con aquellas tendencias o expresiones más “taquilleras” que comparecen en la actual escena santiaguina. En este sentido, su pintura no parece reproducir aquellas operaciones susceptibles de fomentar, de manera oportunista, la emergencia de determinado discurso. La aspereza, desde el punto de vista político desafía las articulaciones que arman los discursos; a lo más podría remitir  las figuras del arrebato, la barbarie, la inocencia, la irresponsabilidad. Pero la inconciencia depende del contexto, la inocencia de los discursos militantes, el arrebato de las censuras ideológicas. Sin embargo, no se podría sancionar una pintura que no pretende erigirse en defensora de los desvalorizados derechos de la subjetividad (en el sentido catártico del término)
7)   La pintura de Mauro Jofré acusa una orfandad respecto a las filiaciones que determinan las opciones temáticas y formales del arte “joven” de la presente década. Es una exclusión que depende de las preferencias y motivaciones connaturales al ejercicio crítico. Y hay que decir que la crítica de arte en Chile (por lo menos las voces más afines a la vanguardia) ha tendido a privilegiar, de manera  políticamente justificada, una lectura centrada en el “imperativo de la lucidez”. Una persecución terrorista sólo es comprensible en un estado terrorista. La tiranía supone el silencio o el discurso de la dislocación. La democracia exige, por el contrario, una voz lo suficientemente fuerte como para paliar el desmantelamiento de los espacios consagrados a la disidencia. “Hacerse oir” pasa, en la actualidad, por los circuitos promocionales, informativos, comunicacionales (siempre que se tenga algo que decir, osea, algo que vender). En este sentido, la voz de Mauro Jofré es demasiado tenue, humilde incluso. La precariedad nunca es enfática, evita la cosificación (a pesar de tratarse aquí de una serie de objetos pictóricos).
8)   La soledad existencial presente en la obra de Mauro Jofré es inconfundible con cualquier estrategia de vaciamiento. El mentado vaciamiento del arte moderno (aclamado como una conquista positiva respecto a la tradición simbólico-religiosa del arte) se asemeja, de manera sospechosa, con los rasgos desublimatorios que caracteriza la lógica implacable del mercado. El arte que se vende es, a lo sumo, una suerte de parodia, que testimonia – por lo mismo – su carencia de espesor, de necesidad. Lo que se comercia son los gestos espectaculares, grandilocuentes, o los efectos cosméticos, a veces leves, a veces intensos (del conceptualismo, del expresionismo, etc.).
9)   La pintura de Mauro Jofré adolece de grandilocuencia y de vacuidad. Nada de retórica; nada de vaciada economía; una polvorienta melancolía envuelve su entorno, su espacio de vida. Su pintura es, a la larga, una suma de gestos rotos.





                                                                                            Guillermo Machuca

TRANQUILO GUARDIAN DEL TEMPLO, JOSÉ ZALAQUETT



     A comienzos de los años ochenta, las voces mas impostadas de la escena de arte nacional proclamaban la muerte de la pintura. El futuro pertenecería  a las instalaciones, el video, las acciones de arte, los objetos, el arte corporal y esa zona de límites difusos que se suele designar como arte conceptual.

     Se repetía así un viejo ritual edípico. Cada vez que surge una nueva modalidad de arte, sus cultores y la crítica que pulula en torno a ellos no se contentan co ocupar su nicho entre tantas otras manifestaciones. En cambio, insisten en afirmar su propia valía sobre la base de matar (o por lo menos declarar que se ha muerto) todo lo que los precede.
     En Chile, la reacción en contra de la “pintura – pintura”, fue un eco tardío de una moda que tomó cuerpo en los centros internacionales del arte, a partir de fines de los sesenta. Diez años más tarde, la pintura hizo un regreso triunfal, en el extranjero y en Chile, demostrando que “los muertos que vos matasteis gozan de buena salud”.

     Pero no se entienda que niego el valor de las nuevas dimensiones de las artes visuales. Ello sería tan absurdo y dogmático como la actitud de los que desdeñaban la pintura como tal. De hecho, el regreso de la pintura a su sitial, en los años ochenta, no acabó tampoco con las nuevas manifestaciones, las que han ido asentándose cada vez más. Se trata, más bien, de reconocer que la creación visual de calidad se puede verter a través de diferentes canales; que hay espacio para mucho de ellos; y que pretender que uno es un artista genuino sólo por que escogió transitar por el canal de moda, es tan absurdo como suponer que abrazar una determinada etiqueta ideológica nos evita para siempre el esfuerzo de pensar y de convencer.

    En las últimas dos décadas, artistas chilenos que se expresan a través de alguna de las nuevas manifestaciones de las artes visuales han alcanzado magníficos logros. Baste mencionar a Juan Dávila, Eugenio Dittborn, Alfredo Jaar o Lotty Rosenfeld, entre otros. Pero también se da con abundancia, especialmente en ciertos círculos académicos de arte, la creencia de que si no se hace arte de acuerdo a ciertos modelos, se está al margen de la razón histórica o de la razón estética.

      Quien trajo de vuelta el auge de la pintura, en el Chile de mediado de los ochenta, fue un grupo de pintores jóvenes, la mayor parte de ella amigos entre sí, que compartían recintos precarios a guisa de taller colectivo. No los movía un afán teórico de reivindicar la pintura como respuesta a las artes visuales en boga. Simplemente sabían que lo suyo era poner pigmento (acrílico, casi siempre, o incluso latex; y óleo, si se conseguía por un golpe de suerte) sobre papel y, más tarde, cuando se lo podían permitir, sobre tela. El gozo o el imperativo de pintar no necesitaban  de explicaciones ni justificaciones. Eran tan simples y evidentes como comerse una manzana o tomarse una cerveza.
    Se ha solido acomodar a estos pintores dentro del término amplio de neo-expresionismo, a falta de mejor expresión que dé cuenta de la variedad de sus soluciones figurativas. Algunos de ellos habían viajado al extranjero; otros conocían el trabajo de los principales artistas contemporáneos solo a través de las revistas de arte. Sus héroes contemporáneos, cuando los tenían, incluían al Philip Guston tardío; a Schnabel, Salle y Basquiat (aún cuando el paso del tiempo ha ido devaluando la importancia de estos tres últimos, no es fácil olvidar la fuerza de revelación que parecieron tener en su tiempo e los artistas chilenos); a los pintores de la llamada transvanguardia italiana y a los neo-expresionistas alemanes.

    La lista de estos pintores chilenos es larga y toda enumeración, inevitablemente incompleta. Recuerdo como los fui conociendo, uno a uno, a partir de mediado de los ochenta: primero Bororo, Samy Benmayor, Omar Gatica, Matias Pinto d’Aguiar; poco después, Pablo Domíguez, Carlos Araya (Carlanga), Mauro Jofré, Milton Lu, Miguel Hiza; más tarde conocí a Matilde Huidobro, Fernando Allende, Nathalie Regard; y recientemente, a Marcelo Sánchez y Hugo Cárdenas (y en todo tiempo, circulando fuera y dentro de todos ellos, distante a veces, única dentro de lo suyo, la genial, inclasificable Pancha Nuñez).

   Algunos de estos pintores se han ido encumbrando en la estima de la crítica, han tenido exposiciones en el extranjero y concitan el creciente interés de galerías y coleccionistas. Otros han partido fuera de Chile por unos años o por tiempo indefinido. El itinerario artístico de varios de ellos los ha llevado por nuevos derroteros. Pero en todos (quiero creerlo) continúa una cierta lealtad con un espíritu común, a veces negado u olvidado, otras veces ni siquiera advertido, pero que, pese a todo, aunque para largo tiempo, permitirá a muchos de los nombrados decir todavía, junto con Ettore Scola, “nos habíamos amado tanto”.
  

    Si uno se pusiera a preguntar quiénes representan más cabalmente dicho espíritu común, se encontraría con distintas respuestas, pero sospecho que en cada lista figuraría el nombre de Mauro Jofré.

    Conocí a Mauro por primera vez en 1987, cuando acompañaba a la curadora de un museo holandés a visitar talleres de artistas nacionales. El de Mauro era “La Brocha”, un garage del barrio Bellavista, usado como taller por José I. León y compartido además con Pablo Domínguez y Carlanga. Sus pinturas eran un reflejo de su persona: de un expresionismo comprometido, pero sereno, sin dobleces ni estridencias.

    Más tarde, Mauro Jofré fue y vino, en el curso de los años, por muchos domicilios-taller, exponiendo donde se presentaba la oportunidad. Sin embargo, de una extraña manera, siempre me pareció el más estable del grupo, el tranquilo guardián del templo, el amante fiel de la pintura – pintura.
    A través de los años he tenido la ocasión de seguir la evolución de su pintura, siempre sólida y reconocible, como lo es la producción de todo artista que tiene una básica coherencia consigo mismo. Recuerdo en particular algunas de sus más notables creaciones: una vista de la mina  tajo abierto de Chuquicamata, una marina con gigante mano de pintor, irrumpiendo desde un costado, una poderosa vista oval de casas y tejados de pueblo, expuesta en la bienal de Valparaíso. Todas ellas están ahora en colecciones privadas.

    Esas obras figuran también en el museo virtual de mis recuerdos (similar al museo virtual de otros amantes del arte), que contiene selecciones de lo mejor del arte chileno contemporáneo. Un museo que espero continuará expandiéndose, a medida que el trabajo de artistas como Mauro Jofré siga rindiendo sus mejores frutos.  





José Zalaquett
1996


martes, octubre 28, 2008

+ pinturas

Paisaje,1998
40 cms de diámetro, oleó/tela



de Niro, 1998
40 cm de diámetro, oleo y collage/tela




Dr Allende, 2000
40 x 30 cms elipse, oleo y collage/madera





La Rotonda, 2000
2,00 x 2,00 mts, oleo/tela

sábado, agosto 19, 2006

pinturas










autorretrato
1993, 0,80 x 0,40,
óleo/tela
















el coleccionista
1995, 2,40 x 1,60,
óleo/tela














desayuno en
Valparaíso,
1997, 1,70 x 1,00,
óleo/tela




















Carlanga
1998, 1,70 x 1,00
óleo/tela















El Pablo y
la piara
1998, 1,70 x 1,00,
óleo/tela
















la chica
del puerto
1991, 1,90 x 1,20,
óleo/tela















bienal de cuenca, 1998











Luz de luna
1996, 60 x 80 cms,
óleo/tela













extremo sur
1993, 0,90 x 0,60 cms
óleo/tela












jugadores fieles
1994



















el kiosco
1996, 1,70 x 0,90
óleo y collage/tela


















laboratorio
1991, 1,00 x 0,60
óleo/tela













Magritte
1994, 1,00 x 0,60
óleo/papel















materiales
1998, 2,00 x 2,00
óleo/tela















mejillones
1997, 1,90 x 1,20
óleo/tela

















N. Regard
1997, 1,80 x 1,00
óleo/tela

















noticias
1996, 1,70 x 0,90
óleo y collage/madera

















doble paisaje
1996, 1,60 x 1,20
óleo/tela












La La piscina de pintor
1997, 2,00 x 0,90
óleo y collage/madera













reunion
1995, 1,60 x 1,20
óleo/tela

















stereo M-C
1994, 0,90 x 0,50
óleo/tela


















taller de pintor
1998, 1,70 x 0,90
óleo/tela